
Las humedades del Duero y de sus hijos, esos ríos que lo alimentan con el agua de las montañas no tan lejanas, dejan a su paso guedejas de niebla que se enredan entre las copas de los árboles y envuelven las ciudades y los campos, dejando sus imágenes suspendidas en la memoria, a modo de ensueño que se adentra en la noche. Las ciudades duermen, las torres permiten entrever sus enhiestas figuras entre la bruma del crepúsculo.

Nieblas de diciembre, anuncio del letargo invernal en que parecen sumirse las tierras de la meseta, como si el reloj de la plaza se detuviera, como si el río apenas percibiera el empuje del tiempo.